La política de fronteras abiertas impulsada por la excanciller alemana Angela Merkel en 2015, que permitió el ingreso de un millón de inmigrantes ilegales, ha dejado una marca profunda en la sociedad alemana. Una de las consecuencias más visibles hoy es el preocupante incremento de la violencia en espacios públicos, donde el cuchillo se ha convertido en símbolo y arma recurrente.
Según datos oficiales, en 2024 se registraron 29.014 delitos cometidos con armas blancas en Alemania, lo que representa un aumento del 10,8% respecto al año anterior. Es decir, cada día ocurren en promedio 79 ataques con cuchillos. El fenómeno no distingue ciudades: en Halle, Bielefeld o Fráncfort, los titulares se repiten con inquietante frecuencia. Jóvenes acuchilladas en plena calle, riñas que terminan en homicidios, agresiones a policías durante disturbios nocturnos.
“El cuchillo representa un peligro directo para la vida y la integridad física de las personas”, advierte Manuel Ostermann, vicepresidente del sindicato de la Policía Federal. Su preocupación no es solo por las cifras, sino por el carácter ya casi estructural de esta práctica. “Ya no son hechos aislados. En muchas regiones del país, se ha vuelto algo común”, subraya.
Rainer Wendt, presidente del Sindicato Alemán de Policía, aporta una mirada sociológica. “El umbral de agresividad ha bajado. La mecha se ha acortado. Se reacciona con violencia incluso por discusiones sin importancia”. Esta percepción coincide con un análisis más profundo: el uso del cuchillo se ha naturalizado, sobre todo entre los más jóvenes, generando una espiral de agresión y miedo.
El abogado penalista Udo Vetter, especialista en criminología, observa un efecto contagio: “Si algunos llevan cuchillos para intimidar o atacar, otros los portan para defenderse. El resultado es una escalada general”. Pero el fenómeno va más allá del miedo o la impulsividad. Vetter identifica también un trasfondo cultural: “En ciertos entornos, el cuchillo no es solo un arma, sino también un símbolo de estatus. Lo hemos importado, y aún no sabemos cómo responder”.
Las críticas apuntan no solo al aumento de la violencia, sino a la falta de respuestas estructurales. Wendt reclama una intervención decidida en las escuelas para prevenir el acceso temprano a armas blancas. Ostermann va más allá y exige una firme reacción del Estado: “Hay que actuar con todos los recursos legales disponibles. Identificar sin rodeos a los autores y contener esta amenaza creciente. Ya no se puede seguir mirando hacia otro lado”.
El debate en Alemania está servido: ¿hasta qué punto la política migratoria alteró el tejido social del país? Y más urgente aún: ¿qué medidas tomará el Estado para frenar una violencia que ya no respeta límites ni contextos?
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