Hace cincuenta años, las formas de castigo en la educación infantil eran drásticas y humillantes: desde mirar contra la pared con orejas de burro hasta sostener libros en cada brazo. Hoy en día, la moda ha cambiado hacia métodos aparentemente más benignos, como obligar al niño a sentarse a pensar. ¿Realmente hemos avanzado en nuestra forma de disciplinar?
En términos de filosofía educativa, no ha habido un cambio significativo. La base sigue siendo la misma: el castigo como herramienta educativa, el adulto como figura autoritaria y la disciplina que solo se logra mediante la imposición. Afortunadamente, la forma en que se aplican estos castigos ha evolucionado, reflejando una sociedad que progresa hacia leyes más civilizadas y respetuosas de los derechos humanos.
Hoy, el castigo ha sido reemplazado por técnicas menos aversivas pero igualmente punitivas, como el “rincón de pensar”. Este método, aunque menos agresivo, sigue siendo una forma de expulsión o aislamiento sin proporcionar al niño las herramientas necesarias para gestionar el conflicto. Es un castigo enmascarado que no aporta nada positivo. En lugar de educar, perpetúa una visión adultocentrista donde el castigo y la recompensa son los únicos medios de aprendizaje y cambio.
Para educar eficazmente, es fundamental acompañar al niño, ayudarle a calmarse y guiarle en la reflexión sobre sus acciones. Métodos como la respiración, el uso del frasco de la calma, un abrazo o una conversación constructiva son formas de contención que permiten al niño aprender a gestionar sus emociones y comportamientos. Esta guía y apoyo no solo le muestran lo incorrecto, sino también alternativas para mejorar su conducta.
No se trata de castigar, sino de construir cimientos sólidos basados en el respeto, la empatía y la gestión de conflictos. Castigar atenta contra la dignidad del niño y no modifica su conducta a largo plazo. En cambio, deteriora la relación entre el niño y el adulto, genera resentimiento y perpetúa un modelo educativo anacrónico e ineficaz.
El objetivo debe ser formar personas empáticas y respetuosas, capaces de gestionar sus conflictos y emociones, no individuos sumisos y resentidos. La motivación intrínseca, hacer las cosas porque creemos en ellas, es clave para un desarrollo integral y sano.
En casos específicos, como un niño de 3 años que no quiere dormir la siesta, la solución no es un castigo ejemplar. Es necesario respetar su decisión y ofrecerle alternativas adecuadas. La competencia de los educadores debe evaluarse para asegurar que se utilicen métodos respetuosos y efectivos.
En resumen, el castigo no sirve para educar. Nos jugamos todo en la infancia y es imperativo adoptar un paradigma educativo que respete la dignidad del niño y fomente su desarrollo integral a través de métodos basados en el apoyo, la comprensión y la empatía. Solo así podremos construir una sociedad menos violenta y más empática.